POR ALVARO JOSE AURANE

PARA LA GACETA - TUCUMAN

Murió Ray Bradbury y su partida llama a reflexionar sobre su llegada. Específicamente, sobre su primera novela. Sobre Farenheit 451.

Bradbury ya era Bradbury desde el comienzo de esa década. Sus Crónicas marcianas datan de 1950 y se podría llenar un par de planetas con quienes rindieron y siguen rindiendo tributo a esos relatos de mucha y buena ciencia ficción de denuncia. Porque las lacras que afloran y se revelan después de la II Guerra Mundial terrícola están plasmadas en el astro celeste de aquí al lado.

"Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco", traza Jorge Luis Borges en el prólogo a la edición en español. "Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo -que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena-".

Al año siguiente, con las historias de El hombre ilustrado, avisa que había llegado para quedarse. Al tiempo que se ríe del poder psiquiátrico y la crianza burguesa de los hijos, ya describe la realidad virtual en La pradera. El hombre es la historia del que llega a un planeta justo el día que Cristo se ha marchado. Y Marionetas SA da cuenta del sujeto que crea un robot idéntico a sí mismo, al que deja una noche con su propia esposa...

Pero a la luz del mundo que él abandonó el miércoles, es su novela de 1953, la que lleva por título "la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde", la que le confiere la dignidad de profeta de la modernidad.

Él lo sabía. Escribió una cuarentena de libros y adaptaciones para cine, pero pidió que su epitafio dijera, simplemente, "Autor de Fahrenheit 451".

Triste...
Tal vez por amabilidad y para no asustar, o por soberbia intelectual y para desorientar, Bradbury comienza Farenheit 451 con una magnífica exageración. Los bomberos de ese tiempo incendian hogares "contaminados" porque sus ocupantes guardaban libros. Publicaciones prohibidas, que son todas las que no se ajustan al formato de guías, como las que usan los bomberos:

Establecidos en 1790 para quemar los libros de influencia inglesa de las colonias. Primer bombero: Benjamin Franklin. Regla: 1. Responder rápidamente a la alarma. 2. Iniciar el fuego rápidamente. 3. Quemarlo todo. 4. Regresar inmediatamente al cuartel. 5. Permanecer alerta para otras alarmas. Hay una estupidizante tranquilidad en la lectura acerca de un mundo de bomberos incendiarios. Pero no en lo que esa realidad de libros abolidos enseña.

Los hombres sin libros jamás se preguntan si son felices. Ignoran que durante las mañanas el pasto amanece cubierto de rocío. No suelen recordar qué hicieron la noche anterior. No gustan de andar bajo la lluvia. No acostumbran interrogarse si aman a sus esposas.

Los psiquiatras de este mundo de bibliotecas de cenizas se ocupan de la gente que pasea por los bosques, que observa a los pájaros o que colecciona mariposas. Nadie recuerda cuándo ni cómo conoció a su pareja. Tampoco sabe explicar por qué no tiene hijos... Los miembros de la sociedad están vacíos de historias. Y se desmoronan después del interrogante: en realidad, no son felices. Ni están casados con alguien a quien aman.

En el mundo de libros incinerados, el poder no está en la respuesta, sino en la pregunta. Los hombres librados de los libros (¿deslibrados?) sostienen que es una infamia pretender que "en otro tiempo" los bomberos, en vez de quemar viviendas, apagaban las que estaban en llamas. Las casas, alegan, siempre se construyeron a prueba de incendios.

Carentes de herramientas para reflexionar, los humanos son apenas simios verbalizados que no tienen la culpa (ni sienten culpa) por las barbaridades que acometen. "Es un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial", recita, sonriente, Guy Montag, el protagonista de Farenheit 451. El hombre de 37 años para quien el petróleo era perfume.

Mildred, la esposa, de Montag, no recuerda que en la víspera intentó suicidarse: sólo quiere comprar un cuarto televisor mural. Para eso se endeuda la gente en el mundo descripto por Bradbury...

Es que esas pantallas son la verdadera contención de los humanos. A "los tíos, las tías, los primos, las sobrinas, los sobrinos que vivían en aquellas paredes, (...) que no decían nada, nada", Montag los llamaba "parientes". Mildred les decía "mi familia".

En la humanidad sin libros, "ya nadie tiene tiempo para nadie". Ni siquiera para uno mismo. Está en ciernes una guerra y ninguno lo advierte. Cuando llegan las bombas, todos están en la ciudad. En su casa. En la sala de estar. Estando.

Solitario...
¿Por qué no hay libros en el mundo que prefigura Bradbury? Porque no pueden haber disidencias. Porque hay un solo discurso. Porque hay un relato único. Y más allá de ello, solamente hedonismo. "Has de comprender que nuestra civilización es tan basta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten", le explica el jefe a Montag. "¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz (...) ¿No les proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia". "Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los demás somos los Guardianes de la Felicidad -sentencia el sermón-. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios. (…) Hay que aguantar firme. No permitir que el torrente de la melancolía y la funesta filosofía ahoguen nuestro mundo". Inmediatamente, esa sociedad no quiere responsables: sólo quiere culpables, sin importar si lo son realmente. Porque Montag, intrigado por el oscuro poder de esos objetos que debe destruir, roba libros, los lee, su esposa lo denuncia, lo persiguen y él escapa... pero sólo él lo sabe, refugiado en el bosque. En la televisada persecución, los agentes de la ley terminan matando a un don nadie que salió a caminar y declaran que él es Montag. La justicia es lo que el poder dice que es justicia.

… Y final
"Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga un sitio a donde ir cuando tú mueras", reflexiona uno de los fugitivos del bosque, a quienes Montag se unirá al final de Farenheit 451. En esa primera novela, Bradbury, que falleció en la víspera del Día del Periodista, anotó al inicio una única cita, nada menos que de Juan Ramón Jiménez: Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Cómo lo vamos a extrañar...
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Alvaro José Aurane - Licenciado en Comunicación Social. Prosecretario de Redacción de LA GACETA. Profesor de Historia Contemporánea en la Unsta